Tres novelas, tres ciudades sumidas en un caos que viene desde afuera. No ignoramos que entre Almas muertas, Los demonios y El Maestro y Margarita hay grandes distancias, debidas no solo a sus contextos históricos sino a la estructura misma de cada novela. Sin embargo, pensarlas como una serie (en el sentido formalista del término) permite descubrir importantes semejanzas, a la vez que ilumina, al contrastarlas, sus diferencias, y muestra una dinámica donde cada autor busca responder (o reescribir) a sus antecesores.
¿De qué tipo es la relación que las une? Para trazarla nos basamos en la Teoría de las Influencias de Harold Bloom, que plantea, a grandes rasgos, que “el significado de un poema sólo puede ser un poema, pero otro poema, un poema distinto del poema” (itálicas en el original), y esto debido a que todo poeta se forma en una lucha con sus antecesores. En este caso, Dostoievski tuvo que luchar con Gógol para poder encontrarse a sí mismo, cosa que reconoció: “Todos los escritores rusos descendemos de ‘El capote’ de Gógol” (se duda de la autenticidad de la frase, pero si no la dijo debió haberlo hecho). De este agón salió El doble, una de sus mejores piezas, que muestra una deuda muy clara con Gógol, incluso desde el subtítulo, “Un poema petersburgués”, que recuerda el de Almas muertas, “Poema”. Y en Los demonios tenemos una nueva batalla en lo que claramente fue una larga guerra.
Bulgákov también tuvo que batallar con sus propios demonios, que incluyeron a esos dos colosos de la novela rusa. En El Maestro y Margarita no solo vemos sus muchas deudas, sino su intento de pagarlas mediante una superación. Siguiendo con la teoría de Bloom, este plantea varios “cocientes revisionistas” o errores de interpretación, es decir modos en que los poetas reescriben a sus precursores. Uno de ellos lleva por nombre tésera, o “completamiento y antítesis”, y Bloom lo define así: “Un poeta antitéticamente ‘completa’ a su precursor al leer el poema-padre conservando sus términos, pero logrando otro significado, como si el precursor no hubiera ido suficientemente lejos”. No pretendemos que haya una concordancia perfecta, y la teoría de Bloom, pese a ser muy interesante, tiene sus defectos. Dicho esto, la noción que planteamos permite pensar en modo sugerente la relación entre los tres autores. Dostoievksi trata de ir más lejos y así completar a su maestro Gógol, y Bulgákov trata de ir más lejos que los otros dos[1].
Para entender esto, conviene aclarar ciertas cuestiones. Adoptamos la lectura alegórica de Almas muertas, es decir, la consideramos la visión del infierno de Gógol[2]. Siguiendo esa línea, leemos Los demonios y El Maestro y Margarita como otras tantas figuraciones del infierno, sin pretender agotar ninguna de las tres novelas con esta lectura. Es, sencillamente, la perspectiva que nos permite relacionarlas de la forma más fértil. Si bien en el caso de Bulgákov no es difícil verla desde esta óptica, dada la presencia de Satanás en persona, se nos podría objetar que Dostoievski basó su novela en un hecho real[3], y que buscaba reflejar la situación de la Rusia de entonces. En nuestra opinión, esta objeción carece de validez porque, por un lado, nuestra lectura no excluye otra más ajustada al contexto de la época, y por otro, Dostoievski no podía separar consideraciones políticas de otras de tipo moral y, sobre todo, religioso, que le preocupaban, y por eso lo que él ve no son consecuencias sociales de acciones políticas, sino consecuencias morales de ideologías[4].
Ya señalamos que en las tres novelas se nos muestra una ciudad arrastrada al caos. En cada caso, la novela arranca con la llegada de un extranjero que resulta ser un enviado infernal[5]. En la primera tenemos al comprador de muertos Chíchikov. En la segunda la cuestión es menos simple, pues el rol de Chíchikov está escindido en dos personajes: Piotr Verjovienski y Nikolái Stavroguin[6]. El primero cumple un rol de catalizador, y es el principal responsable de los crímenes, ya sea que los cometa él mismo o a través de subordinados (en el caso del incendio), y es el que embauca a la esposa del gobernador, convirtiendo al gobierno provincial en su instrumento. Aquí podemos ir señalando la distancia respecto a Gógol, ya que si Chíchikov era “el representante mal pagado del demonio” (Nabókov), Verjovienski es un verdadero sicario infernal. Sin embargo, el protagonista de la novela es Stavroguin, y él es en última instancia la mayor fuente de mal, una especie de agujero negro o versión perversa del Primer Motor Inmóvil. Rara vez toma la iniciativa, pero a su alrededor giran los demás personajes, y todo lo que ocurre emana de él (o hacia él). Verjovienski pretende hacerlo líder de su “movimiento”, Shátov desde la ideología contraria le pide algo similar, y varias mujeres se rinden ante él: su madre Varvara Petrovna, Lizavieta Nikoláievna, Daria Pávlovna, Maria Timoféievna y Maria Shátovna. En El Maestro y Margarita tenemos una única figura, como en Gógol, pero conviene recordar que lleva un séquito consigo a Moscú. Recapitulando, en las tres novelas tenemos agentes de caos que vienen de afuera de la ciudad, y no es excesivo ver una progresión desde el redondo Chíchikov, pasando por el sanguinario Verjovienski y el amoral Stavroguin, hasta Voland, Satanás en persona, con su corte infernal.
Antes de seguir mostrando el proceso de tésera es importante introducir otra noción. Bajtín analiza a Gógol en términos de la “risa popular”: ve en Almas muertas “las formas de marcha alegre (carnavalesca) por el infierno, por el reino de los muertos”, y lo relaciona con Rabelais y con los Sueños de Quevedo. Esto ilumina una gran diferencia entre las novelas: el humor. Dostoievski, pese a ser capaz de crear episodios bastante hilarantes, no tiene una pizca del sentido del humor de Gógol. La risa de Gógol es “luminosa” (Bajtín de nuevo), natural; en Dostoievski la risa, cuando aparece, a menudo es cruel (como en los episodios que involucran a Stepán Trofímovich). Lo que en el primero era comedia, aquí es tragedia; acorde con la definición de tésera, toma los términos de Gógol y con ellos logra otra cosa. Gógol veía el mal en términos de la mediocridad; Dostoievski lo ve en términos del crimen y de la ausencia de Dios. Bulgákov, que a su modo repite este movimiento, retoma elementos de ambos: aunque estilísticamente esté más cerca de Gógol, las preocupaciones trascendentales (y su reflejo altamente negativo de cierta ideología) también lo emparientan con Dostoievski. Además, la yuxtaposición de tragedia y comedia (aunque prefiera esta última) se ajusta bastante bien al completamiento antitético que buscamos demostrar.
Acorde con las continuidades que buscamos mostrar, Los demonios también puede verse como una especie de carnaval, aunque sangriento, que por lo tanto necesita de un agitador (Verjovienski) que lo conduzca por derroteros bastante poco alegres. Por otro lado, en El Maestro y Margarita no hay que esforzarse: el aspecto carnavalesco es absolutamente manifiesto, y el propio Bajtín, tras leer la obra, se manifestó en ese sentido: “Personalmente, me es muy cercana por su espíritu”. Boris Sokolov (de quien tomamos la cita de Bajtín) confirma la afinidad de la novela con los conceptos que Bajtín desarrollara en torno a la sátira menipea, “en tanto y en cuanto combina lo risible con lo serio, la filosofía y la sátira, la parodia y lo fantástico infernal mágico, y la tan apreciada por Bajtín carnavalización de la realidad logra su culminación en la sesión de magia negra en el teatro Varieté”.
Hay algo evidente que no hemos abordado, pero es hora de hacerlo explícito. Si las tres novelas son visiones del infierno, también tendrán que contener, necesariamente, representaciones del mal, y el lugar en que cada una lo ubica es clave para entender plenamente la relación que las une. Aquí El Maestro y Margarita se revela como el caso más complejo, no solo por su mezcla, que ya señalamos, de elementos risibles y serios, sino también por su estructura, harto señalada por los críticos, de tres mundos: “el antiguo de Iershalaím, el eterno del más allá y el contemporáneo moscovita” (Sokolov). Las relaciones entre ellos son motivo de discusión, pero aceptamos, en principio, la idea de Sokolov de que los mundos del más allá y del Moscú contemporáneo parodian el mundo antiguo de Iershalaím (Jersusalén). Es decir, hay una clara pérdida (moral y de otro tipo) respecto del tiempo de Poncio Pilatos.
Para señalar cómo Bulgákov reescribe a sus dos precursores vamos, primero, a la pintura del mal que nos ofrece Gógol. No es el mal trágico, teológico, metafísico o elevado en cualquier sentido. Si Gógol pretendía “hacer del diablo un imbécil”, como declaró en una carta, es porque veía su accionar no en crímenes escabrosos o epidemias desoladoras, sino en las trivialidades diarias, en la mezquindad humana más cotidiana, y por ello más dañina. Dmitri Merežkovski habla de un “cálculo diferencial” que pone al descubierto la pequeñez del mal. En Almas muertas, el crimen brilla por su ausencia. Violencia hay poca, y la única muerte es la del fiscal por “preocupación”; bastante ridícula, sobra decir. En cambio, hay fiestas y comidas sin fin en las que se ridiculizan todas las vulgares convenciones sociales.
Todo esto (y más, por supuesto) está presente en El Maestro y Margarita. El sistema soviético se ve desnudado una y otra vez por Voland y compañía. Vemos cómo la corrupción, la mediocridad y el clientelismo son la norma: el Massolit, con los privilegios que dispensa a sus miembros y que llevan a Riujin y a Iván Biezdomni a escribir malos versos con tal de disfrutarlos; Stepán Lijodéiev, inepto director del teatro Varieté; Arkadi Sempleyárov, que usa su posición para favorecer sus amoríos; Aloísi Mogárich, que acusa falsamente al Maestro, y sin embargo al final de la historia logra subir de posición y ser el nuevo director del Varieté, tan mediocre como el anterior; Nikanor Bosói, que sin empacho admite que “todos roban en la Dirección de la Comunidad de Vecinos” con tal de librarse de la acusación de haber tomado divisas.
Pero la incapacidad del sistema soviético para lidiar con la presencia de Satanás en Moscú se presta para más que mero ridículo. Muy ilustrativa es, en este aspecto, la conversación de Voland con Berlioz e Iván Biezdomni al comienzo de la novela. Ante la pregunta de quién, si Dios no existe, conduce la vida en la tierra, Iván responde, acorde con la ideología soviética, que el mismo hombre lo hace, y Voland se burla de él: “¿cómo puede el ser humano dirigir si está privado de la capacidad de formular cualquier plan, incluso de breve duración, bueno, digamos mil años, él, que ni siquiera puede estar seguro de su propio día de mañana?”. Aquí Bulgákov se muestra afín a una de las ideas que se repiten en toda la obra de Dostoievski: la incapacidad del hombre, en particular la insuficiencia de su capacidad racional, para poder entenderse tanto a sí mismo como al mundo. En palabras del Hombre del subsuelo, la capacidad racional “tan sólo representa una vigésima parte de toda mi capacidad de vivir”; en las del padre Paísi, pese a los esfuerzos de la ciencia mundana, “el todo está antes sus ojos tan inmutable como antes”. El elemento fantástico que Bulgákov introduce en Moscú muestra hasta qué punto se muestra limitada una forma de pensar que pretende conducir todo por el cauce de la racionalidad[7], y quizá el mejor ejemplo de esto sean las intervenciones ridículas del animador Bengalski durante la función en el Varieté, que incluyen “todos estamos a favor de la técnica y su explicación”. Voland y su séquito simbolizan (y no solamente ellos) todo aquello que la razón será incapaz de aprehender por más que lo intente.
Volvamos a Los demonios. Aquí el mal no lo vemos en esa mediocridad cotidiana que era el principal blanco contra el que disparaba Gógol. Dostoievski contempla con horror la propagación de ideas radicales, y la novela muestra el baño de sangre que él cree que sobrevendrá si estas ideas triunfan. Estamos ante un mundo sin Dios: el protagonista, Stavroguin, representa la nada, un vacío moral sin fondo. Su indiferencia ante la propia vida, ante el bien y el mal, la manifiesta él mismo en su carta a Daria Pávlovna. Más aún, no hay quien ante ese vacío ofrezca un ideal positivo[8]. Shátov lo intenta, pero incluso él, un eslavófilo, no logra creer en Dios[9]. Kirílov se nos muestra luminoso gracias a su coherencia y determinación, pero al final es un cadáver más. Lizavieta y Daria aman a Stavroguin y tratan de salvarlo, pero en esta ciudad el amor ha de fracasar. No es, como plantea Iván Karamázov, que “si no hay Dios, todo está permitido”, sino que si no hay Dios, el crimen es la única posibilidad, y la sangre el único destino.
Bulgákov también enfoca el mal desde una óptica religiosa, en particular en la novela sobre Poncio Pilatos, pero donde más cercano es a Dostoievski es en “la prioridad de los simples sentimientos humanos sobre cualquier relación social” (Sokolov), es decir la afirmación del amor al otro por sobre las jerarquías sociales que reproducen relaciones de amos y esclavos. Conviene recordar el final de Memorias del subsuelo, donde la prostituta, Liza, responde a los insultos del protagonista con un abrazo; como señala Tzvetan Todorov, “Liza rechaza tanto el rol de amo como el de esclavo, ella no desea ni dominar ni complacerse en el dolor: ella ama al otro por él mismo”. Es justamente lo que no logra ningún personaje en Los demonios, en particular Lizavieta[10], quien se entrega a Stavroguin por amor para luego terminar asesinada por una turba; no por nada dijimos que el de la novela es un mundo sin Dios. En el caso de Bulgákov, Margarita logra la salvación[11] gracias a su incondicional amor por el Maestro: de nuevo triunfa lo que escapa a la racionalidad.
No hay que dejar de señalar otro elemento. Al margen de la visión bastante distorsionada que tuviera Dostoievski de los movimientos revolucionarios, no es menos cierto que llegaron al poder a costa de gran cantidad de vidas (recordemos la Guerra Civil Rusa) y que una vez ahí se estableció un gobierno totalitario al que habría envidiado un zar. La frase de Shigaliov, uno de los miembros del grupo que establece Verjovienski en la ciudad, resulta perturbadora ante lo que fue el estalinismo: “Partiendo de una libertad ilimitada, llego a propugnar el despotismo ilimitado”. Y el aparato represivo estalinista, ilimitadamente despótico, es el telón de fondo de la acción de El Maestro y Margarita. Por acá llegamos a lo que es, quizá, el centro de nuestra argumentación.
Planteamos que las tres novelas forman una serie, y que cada una realiza un movimiento de tésera, o completamiento antitético, respecto a la anterior. Hemos mostrado cómo Dostoievski realiza este movimiento transformando lo que en Gógol era comedia en una tragedia. A la vez, hemos mostrado la presencia en Bulgákov de elementos de ambos autores. Sin embargo, si queremos demostrar nuestra hipótesis, hay que ir a la representación del mal que el propio Bulgákov elabora, la cual, hay que añadir, es la más compleja, así como quizá la más escalofriante. Bulgákov parece ser a la vez más cómico que Gógol y más filosófico que Dostoievski en su novela, donde hay, además, más realismo y más fantasía que en sus dos precursores.
Ya dijimos que aquí no tenemos a un subordinado del demonio como pueden ser (en sentido alegórico) Chíchikov o Verjovienski: aparece Satanás en persona. Y donde se podría esperar al mal encarnado, encontramos un personaje sumamente ambiguo, que pese a cumplir cabalmente con su rol de Príncipe de las Tinieblas al ofrecer un baile a toda una gama de asesinos y malhechores, es quien salva al Maestro y a Margarita, reuniéndolos y dándoles la tranquilidad. La cita de Goethe con que se abre la novela señala esta dualidad desde el principio: pese a pertenecer al ámbito del mal, termina siendo un instrumento del bien. Sin embargo, no es la única razón de que las acciones de Voland no nos parezcan demasiado nefastas.
Tanto Gógol como Dostoievski nos narran sucesos que ocurren en ciudades sin nombre, y aunque el segundo recrea una anécdota real, él mismo admite en una carta que la usa solamente como punto de partida. Bulgákov nos sitúa en un Moscú totalmente real, con sus calles y parques, en un momento muy preciso: mayo de 1929[12]. Más aún, nos muestra una ciudad donde las personas inexplicablemente desaparecen sin necesidad de una intervención diabólica.
Kevin Moss muestra cómo a lo largo de la novela la policía secreta de Stalin aparece enmascarada mediante una serie de procesos lingüísticos de encubrimiento. Oraciones impersonales o pasivas, verbos sin sujeto, pronombres indefinidos, participios, infinitivos, eufemismos, metonimias... La policía secreta, responsable de gran parte de las acciones en la novela, nunca es mencionada directamente, sino que se constituye en un telón de fondo siniestro e inquietante. Yuxtapuestos a los actos de Voland y su séquito, los cuales son descritos con lujo de detalles, estos turbios sucesos brillan bajo el velo con que los cubre Bulgákov, y el efecto es grotesco y desconcertante: “lo que es amenazante no viene del lado de lo desconocido sobrenatural de la dicotomía sino de la innombrable realidad de la vida soviética” (Moss).
De este modo, la ciudad se presenta como poseída por el mal mucho antes de que llegue Voland. Esto es semejante a Almas muertas, donde Chíchikov simplemente revela todos los vicios sociales que evidentemente ya existían, y ligeramente diferente a Los demonios, donde Verjovienski tiene mayor responsabilidad en tanto instigador de los crímenes, aunque su éxito implique que la ciudad era terreno fértil para sus maquinaciones. Pero el ambiente aquí es por mucho el más siniestro: cada personaje siente a su espalda el aliento del aparato represivo estalinista. Este régimen totalitario es en gran parte el que hace que Satanás, la propia encarnación del mal, aparezca bajo una luz relativamente benigna: “Bulgákov parece sugerir que en el régimen soviético las acciones del demonio son aun mejores que los supuestos del mundo estalinista. El sistema es tan antinatural y malo que incluso disgusta al diablo” (Gurevich). Moscú, en suma, es peor que el infierno, y Stalin hace parecer bueno al propio Satanás (no hay que olvidar varias semejanzas entre ambos, así como una referencia que específicamente los relaciona en una versión anterior de la novela[13]).
Este ambiente amenazante, que ensombrece el carnaval que montan Voland y sus secuaces, no deja intacto al mundo de Jerusalén. Pilatos, deseoso de salvar a Ieshua, lo envía a la muerte por temor al emperador Tiberio. Una vez más el poder estatal aparece como una influencia perniciosa, impidiéndole a Pilatos hacer lo que él sabe es lo correcto; como en Moscú, el bien se ve frustrado por las jerarquías, las mismas que pudieron separar al Maestro de Margarita. Pilatos hace matar a Judas por haber traicionado a Ieshua, pero él mismo sabe que con ese acto no repara su error. No hay que olvidar a Afranio, jefe de la policía secreta del Procurador, permanentemente encapuchado: también él aparece velado en la novela, y desde las sombras ejecuta sus órdenes.
Volviendo a Voland, otras sombras cubren sus actos, como el misterio de su relación con Dios, si hay uno, que hacen todavía más difícil juzgarlo, pero despejar esas incógnitas va más allá de nuestras posibilidades. Nos interesa señalar cómo de la mano de lo fantástico Bulgákov es capaz de ser más realista que sus precursores, uniendo lo siniestro y serio con lo risible. Lo que nos lleva a otro punto: no sólo nos ofrece a Satanás, sino también una versión del propio Jesús. Ya dijimos que Los demonios es una visión de un mundo sin Dios, y Nabókov famosamente dijo que Gógol creía más en el diablo que en Cristo. Pero Bulgákov no se queda con su (magnífico) Voland y la por turnos hilarante y escalofriante Moscú, sino que redacta un Evangelio propio.
En honor a la verdad, aquí ya probablemente estemos fuera del ámbito de la tésera[14]. El Maestro y Margarita tiene la estructura más compleja de las tres, y la relación entre sus tres mundos abre horizontes que no están en ninguna de las otras dos novelas. Sin embargo, no se puede hablar de la representación del mal en la novela sin aludir a este mundo antiguo.
Estamos de acuerdo con que el mundo de la fantasmagoría es una especie de parodia del mundo antiguo, y el Moscú contemporáneo una parodia más despiadada, una parodia al cuadrado, si se quiere. Si bien acierta Olga Gurevich al señalar que Sokolov llega a forzar paralelismos en su búsqueda de una simetría perfecta, el hecho es que sólo en ese mundo evangélico puede triunfar el bien. Ieshua, al no renunciar a su verdad (a la Verdad), logra superar tanto a Pilato como a Caifás: “La muerte de Ieshua en el Gólgota significa la victoria de la idea (algo más alto, abstracto) por sobre los asuntos terrenales” (Gurevich). El mundo contemporáneo se ve de este modo rebajado, y en efecto, el Maestro es derrotado por la realidad soviética y reducido al temor (ni siquiera le es dada la cobardía de Pilatos: hasta los yerros se ven disminuidos). A diferencia de Ieshua, renuncia a su concepción de la verdad; a diferencia de Leví Mateo, deja de escribir. Por eso no merece la luz, sino la tranquilidad. Más allá de esto, nos interesa resaltar el hecho de que no es enteramente culpa del Maestro, sino que hay algo en el Moscú contemporáneo que excluye al bien, a tal grado que, como ya dijimos, las acciones de las fuerzas del mal terminan siendo positivas. Retomando nuestra idea rectora, puede decirse que Bulgákov presenta una visión pos-infernal respecto a Gógol y a Dostoievski; es decir, presenta una maldad tal que hasta Satanás se vuelve un benefactor.
Estamos pecando, no obstante, de simplificar la novela de Bulgákov, y para concluir quisiéramos resaltar más bien su ambigüedad y su densidad de sentidos[15]. Leví Mateo, que con su maestro ha accedido a la luz, nos muestra en dos momentos del tramo final de la novela hasta qué punto es incierto todo en ella, incluso esa misma luz. Ya hemos oído por boca de Ieshua que Leví no reproduce fielmente sus palabras, pero es desconcertante cuando, al hablar con el Procurador, es este quien actúa con generosidad, mientras que Leví se muestra intolerante[16] y amenaza con “más sangre”. Luego, al transmitir a Voland la solicitud de su maestro, parece muy inferior a Satanás, al menos intelectualmente. Este, en son de burla, le pregunta si su deseo es “hacer desaparecer de él [el planeta] todos los árboles y todo lo vivo para que tu fantasía disfrutara de la luz desnuda”. El mal aparece entonces como algo necesario para la vida, y la luz se tiñe de las sombras de la intolerancia y de la muerte; las alternativas al infierno representado se tornan dudosas, y pese al destino venturoso de Pilatos y, en menor medida, el del Maestro y de Margarita, el desenlace tiene matices inquietantes. Podemos entonces definir la tésera que realiza Bulgákov con mayor precisión: frente a las visiones más unívocas de Gógol y Dostoievski, su infierno, ya de por sí el más siniestro de los tres, escapa a los límites que se le tratan de imponer y contamina con sus tinieblas al mundo de la Biblia (Jerusalén) y al de la eternidad.
Referencias bibliográficas:
· Gógol, Nikolái, Almas muertas, trad. de Rodolfo Arévalo, Madrid, Edaf, 1984.
· Dostoievski, Fiódor, Los Demonios, trad. de Luis Abollado, Buenos Aires, Libertador, 2004.
· Dostoievski, Fiódor, Memorias del subsuelo, trad. de Rafael Cañete, Buenos Aires, Losada, 2005.
· Dostoievski, Fiódor, Los hermanos Karamázov, trad. de Omar Lobos, Buenos Aires, Colihue, 2006.
· Bulgákov, Mijaíl, El Maestro y Margarita, trad. de Julio Tavieso Serrano, México D.F., Lectorum, 2004.
· Bloom, Harold, La angustia de las influencias, Caracas, Monte Ávila, 1977.
· Bajtín, Mijaíl, “Rabelais y Gógol”, en Teoría y Estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989.
· Merejkovski, Dmitri, Gógol y el diablo, Buenos Aires, Poseidón, 1945.
· Bielinski, Vissarión, “Sobre el relato ruso y los relatos del Sr. Gógol (Arabescos y Mírgorod)”, trad. de Omar Lobos, en El Telescopio, 1835.
· Nabokov, Vladimir, Curso de literatura rusa, Barcelona, Grupo Zeta, 1997.
· Berdiaev, Nicolás, El espíritu de Dostoievski, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1978.
· Todorov, Tzvetan, “Memorias del subsuelo”, en Los géneros del discurso, Caracas, Monte Ávila, 1996.
· Moss, Kevin, “Maestro y Margarita de Mijaíl Bulgákov: Máscaras de lo sobrenatural y de la policía secreta”, en Revista de Lengua Rusa XXXVII, N°s. 129-30, 1984, pp. 115-131. Trad. Susana Cella.
· Gurevich, Olga, Maestro y Margarita: Por qué los críticos no concuerdan en su significado, UC Berkely, Issue 4, Verano 2003. Trad. Susana Cella.
· Sokolov, Borís, “El Maestro y Margarita”, en Enciclopedia de Bulgákov, 1991.
[1] Conviene aclarar que este “completamiento” no implica superioridad, al menos en nuestros términos. En la teoría de Bloom, las influencias poéticas implican una enfermedad y una pérdida, pero a nosotros no nos interesa hacer juicios de valor entre tres novelas de tal calidad.
[2] Es conocida la interpretación realista de Vissarión Bielinski, continuada por la crítica progresista, pero la lectura alegórica nos parece más acertada. Nabókov (en su Curso de literatura rusa) las contrasta y apoya la que aquí adoptamos, señalando “la irrealidad fundamental de Chíchikov en un mundo fundamentalmente irreal”.
[3] El asesinato de un estudiante en Moscú por parte de Sergei Niecháiev junto con sus secuaces en 1869.
[4] Basta con señalar que en la novela la mayoría de las acciones son privadas: aparte del incendio, lo que hay es un ajuste de cuentas (o varios), y si el gobierno de la provincia se ve involucrado, es en la persona de la gobernadora Iulia Mijáilovna, no en tanto institución. El único suceso que apunta a una situación verdaderamente social es la manifestación de los trabajadores de la fábrica de Shpigulin, que en todo caso no ocupa demasiadas páginas.
[5] Aquí también Los demonios parece apartarse de las otras dos, pero en rigor, lo que hay antes del día de la reunión en casa de Varvara Petrovna no es sino un largo prólogo donde se nos cuenta el pasado de los personajes.
[6] Las metáforas con que se describen los personajes nos ayudan a percibir la relación entre ellos. Chíchikov en un momento se describe a sí mismo como un “gusano despreciable”, y tanto Verjovienski como Stavroguin son comparados con reptiles: del primero se dice que se “desliza por el suelo” la primera vez que aparece, y el segundo es calificado de “serpiente sabia”.
[7] En particular, la racionalidad positivista del siglo XIX en que surgió el marxismo, cuya versión estalinista había tomado el lugar del dogma en la sociedad soviética.
[8] Detalle relevante, pues no es lo usual en las novelas de Dostoievski: a Iván Karamázov se le opone Aliosha, y Sonia le lee el Evangelio a Raskólnikov, por citar dos ejemplos conocidos.
[9] “Yo... yo creeré en Dios” le dice a Stavroguin, y la frase no podría ser más elocuente.
[10] Quizá no sea ocioso señalar la coincidencia de nombres entre la prostituta de una novela y la aristócrata de la otra.
[11] El que el amor en Bulgákov sea enteramente humano, a diferencia de su carácter marcadamente cristiano en Dostoievski, entronca con las ideas que planteamos en torno a la influencia poética: “... el precursor es considerado un excesivo idealizador...” (Bloom).
[12] Sokolov deduce la fecha de las referencias desperdigadas a lo largo de la novela.
[13] Sokolov reproduce el pasaje, y señala que aunque el fragmento “no fue cambiado con la última corrección, no quedó en el texto fundamental ni en ninguna de las ediciones existentes hasta ahora”.
[14] Sin embargo, en Dostoievski a menudo la idea de Dios sirve más bien de límite a las acciones, así como el gesto silencioso, abrazo o beso, que resaltaba Todorov, sirve de límite al lenguaje. Lo vemos con claridad en Memorias del subsuelo y en el “Gran Inquisidor”, que concluyen tras ese gesto silencioso, y también en Crimen y castigo, que se detiene cuando Raskólnikov comienza su regeneración (en Los demonios nunca se llega a este límite). Introducir el relato bíblico, por personal que sea, dentro de la novela, puede verse como una osadía respecto de sus precursores, es decir una tésera, pues en Gógol el discurso bíblico no aparece del todo, y en Los demonios lo tenemos al comienzo en el epígrafe y luego brevemente hacia el final. Verlo así es ligeramente forzado, pero no imposible.
[15] “Ninguno de estos esquemas está completo... El hecho de que estas comparaciones son parciales es fundamental para el significado y el valor artístico de la novela. La incompletud es desafiante.” (Gurévich)
[16] Cosa que Pilatos resalta con ironía: “Tú eres cruel y él [Joshúa] no lo era”.
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